“Aquí es” y en “El Ávila es la cosa”, eran las consignas de los carnavales caraqueños


Destacadas agrupaciones nacionales y foráneas amenizaban el rumbón del Rey Momo.

Por Luis Carlucho Martín

“En El Ávila es la cosa”, decía la promoción de finales de los años 50 y todos los 60 en referencia a los grandes saraos que se montaban en Caracas con motivo de uno de los mejores carnavales de la región, reconocidos y celebrados con famosas agrupaciones musicales nacionales y extranjeras, en la pista de ese fastuoso recinto ubicado en el piedemonte avileño, en la entonces recién nacida urbanización San Bernardino.

Todo esto ocurría en medio de una convulsa sociedad caraqueña que entre otros temas tenía en el tapete las acciones guerrilleras que gracias a la mano peluda de aquellos tiempos desencadenaron la muerte de la conocida estudiante de psicología de la UCV, Livia Gouverneur. También de esos días es el sonado caso del secuestro del delantero argentino, ficha del Real Madrid, Alfredo Di Stéfano, plagiado en el hotel Potomac --también en San Bernardino--, y, a Dios gracias, liberado sano y salvo en la avenida Libertador.


Ninguna de estas situaciones bélicas (incluidos los icónicos Carupanazo y Porteñazo), impidió el ambiente rumbero del capitalino y de muchos empresarios que hicieron sus agostos durante esos febreros, porque ganaron mucho dinero durante los carnavales.


Antecedentes

Aunque no todo era rumba. La Iglesia y su estricto obispo Diez Madroñero en pleno siglo XVIII, decretó que los Carnavales fuesen tres días de rezos, rosarios y procesiones, ya que se trataba de unas fiestas muy paganas y pecaminosas y había que purificar el alma en vísperas de Semana Santa...


Más adelante, y con menos influencia de la religión, la festividad se fue flexibilizando y dio paso a reuniones de orden más alegre donde, por ese sempiterno fenómeno de la división de clases --muy presente desde aquella época--, dejó para los más desposeídos los juegos con agua, harina y algunas sustancias nocivas, mientras que la gente de mejor posición, incluyendo a los llamados de alcurnia, ocupaba lugares de preponderancia en las comparsas y fiestas en grandes salones.


Los desfiles de carrozas con reinas de las diversas barriadas y parroquias eran demás de populares; igualmente los templetes y las fiestas improvisadas en varias zonas de la capital, donde competía la creatividad y la complejidad de los diseños de disfraces, desde los más sencillos hasta los más elaborados.

“Aquí es, aquí es”, era el grito de la chiquillería, ubicada a lo largo de avenidas, calles, plazas y redomas por donde pasaban las carrozas con sus reinas, lanzando caramelos y chucherías diversas con papelillos y serpentinas al pueblo.


Las grandes rumbas

La dictadura de Marcos Pérez Jiménez tuvo un aliado en las rumbas en honor al Rey Momo, quizás para aliviar la tensión y el terror político generado desde el seno de ese sistema represivo.

Con el grito de “En El Ávila es la cosa”, dicen que proliferó una especie que se mantenía en el closet, las famosas negritas del carnaval, entre quienes aparecían muchos homosexuales disfrazados y a más de un galán picaflor le llegaron a robar un beso. Por más que se niegue y que tratasen de camuflar con el disfraz más perfecto toda rosa tiene espina. Jajaja. ¡Oh sorpresa!


Anunciaban que las 100 primeras mujeres que llegaran al Ávila, disfrazadas de negritas, tendrían entradas gratis y trato preferencial. Los controles se hacían casi imposibles y ello dio paso a aquella anárquica metamorfosis.

Artistas de la talla de Celia Cruz en compañía de La Sonora Matancera, Tito Rodríguez, Lupe Victoria Yoly Raymond, o sea La Lupe, Machito y Graciela, Billo Frómeta, Los Melódicos, Chucho Sanoja y su Lamento Náufrago, entre muchos otros, tuvieron el honor de animar esas rumbas carnestolendas.


Claro, aquellas fiestas se extendían no solo a otros recintos capitalinos, sino de todo el país, y la cosa era tan demandante que se abrió paso a un gran mercado musical internacional. Para el Gran Combo, Richie Ray y muchos otros duros, era un caché tocar en estos carnavales. Todos querían venir a Caracas.

Mientras, paralelamente, se fue desvirtuando el asunto, el alto costo de la vida e influencias de “malas mañas” importadas, fueron decretando la muerte lenta de tan rumbera tradición.


Agua, harina, huevos y pinturas, además de otras sustancias muy dañinas para la salud, marcaban la pauta de los carnavales en algunas zonas, donde por supuesto fue la violencia la orden del día. Hoy se extraña la esencia de esa fiesta y su octavita.



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